Tendemos a pensar que somos personas racionales y objetivas, pero lo cierto es que nuestra mente interpreta la realidad a su manera. Eso es lo que llamamos sesgos cognitivos: pequeños atajos mentales que el cerebro utiliza para ahorrar energía y tomar decisiones más rápido. Pero también pueden llevarnos a distorsionar la realidad y sacar conclusiones que no siempre son acertadas.
Nuestro cerebro procesa una gran cantidad de información cada segundo. Para no saturarse, recurre a reglas simples o intuiciones que le permiten mantener una sensación de coherencia. Estos atajos funcionan bien cuando necesitamos reaccionar rápido, por ejemplo, al percibir un posible peligro, pero en situaciones más complejas pueden jugarnos malas pasadas y hacernos ver las cosas de forma distorsionada, generando malentendidos o reacciones emocionales desproporcionadas.
Un ejemplo sencillo es que si creemos que le caemos mal a alguien, nos fijaremos más en las veces que es distante o cortante con nosotr@s que cuando es amable y simpátic@, o vemos muchas noticias sobre robos, acabaremos pensando que ocurren con más frecuencia de la real. También sucede cuando damos más peso a lo negativo que a lo positivo; basta una crítica para eclipsar diez halagos. O cuando creemos que si alguien es guap@ o gracios@, también será buena persona.
Otras veces nos dejamos influir por la primera información que recibimos, por ejemplo, si el primer precio que vemos de un producto es muy alto, los demás nos parecerán baratos. O pensamos que “ya lo sabíamos” después de que algo ocurra, como si todo hubiese sido evidente desde el principio. Incluso una simple forma de presentar los datos puede alterar nuestra percepción, por ejemplo, no suena igual decir “tiene un 90 % de éxito” que “falla un 10 % de las veces”, aunque signifique exactamente lo mismo.
Estos sesgos nos recuerdan que no percibimos el mundo tal como es, sino a través de nuestra propia lente: nuestras experiencias, emociones, creencias y expectativas. Por eso, dos personas pueden vivir exactamente la misma situación y sacar conclusiones completamente distintas.
Tomar conciencia de estos mecanismos automáticos nos da poder y libertad. Nos ayuda a entender por qué reaccionamos de cierta manera y a crear un pequeño espacio entre lo que sentimos y lo que interpretamos. En ese espacio nace la reflexión, la empatía y la libertad para elegir cómo responder. A veces, esa breve pausa marca la diferencia entre reaccionar por impulso o responder con claridad y equilibrio.
Cómo gestionar los sesgos cognitivos
- Practica la autoconciencia. Antes de reaccionar, hazte la pregunta: “¿Estoy interpretando o estoy viendo los hechos tal cual son?”.
- Busca perspectivas alternativas. Habla con personas que piensan diferente ayuda a ampliar la mirada.
- Duda con curiosidad. No se trata de desconfiar de todo, sino de mantener una mente abierta y flexible.
- Entrena el pensamiento crítico. Contrasta fuentes, analiza datos y revisa tus propias conclusiones.
- Observa tus emociones. Los sesgos se intensifican cuando hay miedo, enfado o la necesidad de tener razón.
En definitiva, los sesgos no son fallos del cerebro, sino estrategias adaptativas. Pero cuando se activan en contextos equivocados, pueden nublar nuestro juicio y malinterpretar la situación. Cuanto más conscientes somos de ellos, más fácil resulta pensar con claridad, relacionarnos con empatía y tomar decisiones desde un lugar de calma y coherencia.




