La inteligencia emocional es mucho más que “ser sensible” o “saber controlar los nervios”. Se trata de una habilidad compleja que nos permite percibir, comprender y gestionar nuestros estados emocionales y los de las personas que nos rodean. Esta capacidad es fundamental para tomar mejores decisiones, construir relaciones saludables y cuidar nuestro bienestar psicológico.
El concepto fue introducido por los psicólogos Peter Salovey y John Mayer en 1990, quienes lo definieron como la habilidad para percibir, asimilar, comprender y regular las emociones propias y ajenas. Años más tarde, Daniel Goleman popularizó la idea en su libro Emotional Intelligence, destacando que esta habilidad puede ser tan importante -o incluso más- que el coeficiente intelectual para alcanzar el éxito personal, profesional y social.
La inteligencia emocional abarca dos dimensiones complementarias: la intrapersonal y la interpersonal. La primera tiene que ver con la capacidad de comprendernos a nosotros mismos: identificar qué sentimos, por qué lo sentimos y cómo influyen esas emociones en nuestra conducta. Implica reconocer nuestras motivaciones, temores y necesidades. La segunda dimensión se centra en los demás: en ser capaces de interpretar las intenciones, emociones y deseos de las personas que nos rodean, lo que favorece la empatía, la comunicación y la cooperación.
Cuando no manejamos bien nuestras emociones, estas pueden convertirse en un problema; ya que es común actuar impulsivamente, tomar decisiones que más tarde lamentamos y dañar nuestras relaciones sin querer. Por el contrario, cuando aprendemos a escucharlas y regularlas, se transforman en una poderosa herramienta de crecimiento personal.
Un punto importante es diferenciar entre emociones y sentimientos, ya que, aunque suelen usarse como sinónimos, no son lo mismo. Las emociones son reacciones automáticas y rápidas ante un estímulo: aparecen de forma casi instantánea, tienen gran intensidad, pero son breves y muchas veces se expresan sin que seamos plenamente conscientes de ello, a través del lenguaje no verbal. Los sentimientos, en cambio, surgen cuando interpretamos esas emociones: son más duraderos, menos intensos y están acompañados de pensamientos. Por ejemplo, si escuchas un ruido fuerte puedes sentir miedo de forma inmediata y al cabo de unos minutos esa emoción puede transformarse en un sentimiento de inseguridad que te lleve a revisar si todo está bien en casa.
Todas las emociones cumplen una función si sabemos gestionarlas. El desagrado o el asco nos protegen de situaciones potencialmente dañinas, el miedo nos mantiene alerta ante el peligro, la tristeza nos ayuda a procesar pérdidas, la ira señala injusticias y nos impulsa a defendernos, la envidia puede convertirse en inspiración para mejorar, la vergüenza nos invita a reflexionar sobre lo que no salió bien, la alegría nos motiva a repetir conductas beneficiosas, el aburrimiento fomenta la creatividad y la búsqueda de nuevos estímulos y la ansiedad nos prepara para actuar ante lo desconocido. Ninguna emoción es “mala” en sí misma: lo importante es cómo la gestionamos.
Daniel Goleman identificó cinco competencias básicas para desarrollar la inteligencia emocional: conocer las emociones propias, aprender a manejarlas, mantener la automotivación para seguir adelante incluso ante las dificultades, reconocer las emociones de los demás (empatía) y manejar las relaciones interpersonales de forma saludable. Estas competencias no son teóricas: se entrenan en la vida cotidiana.
Por ejemplo, si recibes un comentario negativo en redes sociales, una reacción impulsiva podría ser responder de inmediato con enfado. Una persona que ha trabajado su inteligencia emocional probablemente respirará, pensará si merece la pena contestar y, si lo hace, lo hará de manera asertiva y constructiva. Si atraviesas un fracaso laboral, la tristeza es normal y puede ayudarte a detenerte y reflexionar, pero gestionarla bien implica también compartir cómo te sientes con alguien de confianza y buscar formas de avanzar. Si un amigo cancela un plan a última hora, en vez de molestarte de inmediato, puedes preguntarle si está bien, lo que abre la puerta a una conversación empática y fortalece la relación.
Un error común es pensar que la inteligencia emocional consiste en reprimir lo que sentimos o en ser felices todo el tiempo. Nada más lejos de la realidad. Ser emocionalmente inteligente es aceptar todas las emociones, incluso las incómodas, y aprender de ellas. Tampoco es algo con lo que se nace o no se nace: aunque algunas personas parecen tener mayor facilidad para manejar lo que sienten, la inteligencia emocional es una habilidad que se puede desarrollar a cualquier edad.
Fortalecer esta capacidad tiene beneficios claros: mejora la toma de decisiones, reduce el estrés, aumenta la resiliencia, favorece relaciones más satisfactorias y potencia la autoestima. Para entrenarla, puedes comenzar poco a poco con acciones sencillas como identificar y reducir fuentes de estrés, tomar conciencia de tus emociones a lo largo del día, expresar lo que sientes a personas de confianza, practicar la escucha activa, buscar soluciones creativas en los conflictos, evitar discusiones acaloradas, desarrollar la empatía y afrontar los fracasos como oportunidades de aprendizaje.
Estos pasos se complementan con hábitos que potencian las competencias emocionales: llevar un diario emocional para escuchar y comprender mejor lo que sientes, practicar meditación o mindfulness para observar sin juzgar, hacer ejercicio de manera regular para regular tu activación fisiológica, relacionarte socialmente para fortalecer tus vínculos y poner un “freno de mano” antes de actuar impulsivamente para encontrar la mejor solución.
En definitiva, la inteligencia emocional no es un lujo ni una moda: es una herramienta para vivir de manera más consciente y satisfactoria. Dedicarnos tiempo para entender lo que sentimos, aceptarlo y canalizarlo de forma constructiva nos permite tomar mejores decisiones y conectar de manera más genuina con los demás.
Si sientes que tus emociones te sobrepasan o que te cuesta expresarlas adecuadamente, trabajar con un psicólog@ puede ser un primer paso transformador. En TuMente Psicólogos te acompañamos a comprender mejor lo que sientes, aprender a regular tus emociones y fortalecer tus relaciones. Agenda tu primera sesión y empieza hoy mismo a convertir tus emociones en una herramienta para crecer.




